miércoles, 29 de mayo de 2013

TRIBUTO A LOS JUEGOS DEL HAMBRE

Momentos destacados entre Katniss y Peeta:


Primer libro

Momento 17 seleccionado:


--Peeta --digo, como si nada--, en la entrevista dijiste que estás enamorado de mí desde que tienes uso de razón. ¿Cuándo empezó esa razón?

--Bueno, a ver... Supongo que el primer día de clase. Teníamos cinco años y tú llevabas un vestido de cuadros rojos y el pelo..., el pelo recogido en dos trenzas, en vez de una. Mi padre te señaló cuando esperábamos para ponernos en fila.

--¿Tu padre? ¿Por qué?

--Me dijo: «¿Ves esa niñita? Quería casarme con su madre, pero ella huyó con un minero».

--¿Qué? ¡Te lo estás inventando!

--No, es completamente cierto. Y yo respondí: «¿Un minero? ¿Por qué quería un minero si te tenía a ti?». Y él respondió: «Porque cuando él canta... hasta los pájaros se detienen a escuchar».

--Eso es verdad, lo hacen. Es decir, lo hacían --digo.

Pensar en el panadero diciéndole eso a Peeta me desconcierta y, ante mi sorpresa, me emociona. Me parece que mi renuencia a cantar, la forma en que rechazo la música no se debe en realidad a que lo considere una pérdida de tiempo. Podría ser porque me recuerda demasiado a mi padre.

--Así que, ese día, en la clase de música, la maestra preguntó quién se sabía la canción del valle. Tú levantaste la mano como una bala. Ella te puso de pie sobre un taburete y te hizo cantarla para nosotros. Te juro que todos los pájaros de fuera se callaron.

--Venga ya --repuse, riéndome.

--No, de verdad. Y, justo cuando terminó la canción, lo supe: estaba perdido, igual que tu madre. Después, durante los once años siguientes, intenté reunir el valor suficiente para hablar contigo.

--Sin mucho éxito.

--Sin mucho éxito. Así que, en cierto modo, el que saliese mi nombre en la cosecha fue un golpe de buena suerte.

Durante un instante siento una alegría casi absurda y después no entiendo nada, porque se supone que estamos inventándonos estas cosas, fingiendo estar enamorados, no estándolo de verdad.

Pero lo que cuenta Peeta suena a verdad: la parte sobre mi padre y los pájaros, y es cierto que canté el primer día del colegio, aunque no recuerdo la canción. Y ese vestido de cuadros rojos... existía, lo heredó Prim y acabó tan desgastado que quedó hecho trizas después de la muerte de mi padre.
Eso también explicaría otra cosa: por qué Peeta se arriesgó a una paliza por darme el pan aquel horrible día. Entonces, si todos los detalles son ciertos..., ¿podría serlo lo demás?

--Tienes una... memoria asombrosa --comento, vacilante.

--Lo recuerdo todo sobre ti --responde él, poniéndome un mechón suelto detrás de la oreja--. Eras la única que no se daba cuenta.

--Ahora sí.

--Bueno, aquí no tengo mucha competencia.

Quiero retirarme, cerrar de nuevo las compuestas, pero sé que no puedo, es como si oyese a Haymitch susurrándome al oído: «¡Dilo, dilo!». Así que trago saliva y me arranco las palabras.

--No tienes mucha competencia en ninguna parte.

Esta vez, soy yo la que se inclina para besarlo.

Apenas se han tocado nuestros labios cuando el estruendo del exterior nos sobresalta. Saco el arco, con la flecha lista para disparar, pero no se oye nada más. Peeta se asoma entre las rocas y da un salto; antes de que pueda detenerlo, sale a la lluvia y me pasa algo, un paracaídas plateado atado a una cesta. La abro de inmediato y dentro hay un banquete: panecillos recién hechos, queso de cabra, manzanas y, lo mejor, una sopera llena de aquel increíble estofado de cordero con arroz salvaje, el mismo plato del que le hablé a Caesar Flickerman cuando me preguntó por lo que más me había impresionado del Capitolio.

--Supongo que Haymitch por fin se ha hartado de vernos morir de hambre --comenta Peeta al meterse en la cueva, con el rostro iluminado como el sol.

--Supongo.


Sin embargo, en mi cabeza oigo las palabras engreídas, aunque ligeramente exasperadas, de Haymitch: «Sí, eso es lo que busco, preciosa». 

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